Fondos de pensiones

Ante la noticia de que el Gobierno argentino quería nacionalizar los fondos de pensiones, se han escuchado todo tipo de improperios. Claro que casi todos provienen de las mismas posiciones: de aquellos que, de una u otra forma, están unidos a los intereses de las entidades financieras, y de los que, del otro lado del Atlántico, les importan un comino los argentinos pero profesan como dogma el neoliberalismo.

Siempre resulta difícil juzgar las medidas tomadas en otro país a tantos quilómetros de distancia, por lo que hay que ser prudentes a la hora de calificar esta como positiva. Pero, por la misma razón, para ser creíbles, sus detractores deberían dar razones contundentes que no aparecen por ninguna parte.

Al margen de segundas intenciones, que no están probadas, la norma pretende retornar al sector público el control de unos recursos que de privados sólo tienen el nombre (si es que los tienen), ya que el Estado debe aportar todos los años 4.000 millones de pesos pues, de lo contrario, el 77% de los jubilados no llegarían al mínimo de pensión. Y el resto lo aportan, sí, los trabajadores, pero de forma coactiva. La administración de esos recursos no tendría que haber salido nunca del sector público, y si lo hizo fue porque se aplicaron rabiosamente los principios neoliberales; lo que en Europa, por suerte, no se permitió hacer de forma tan extrema a los ideólogos del nuevo credo, a pesar de ser muchos de ellos europeos, y así las pensiones continúan, al menos en parte, siendo públicas.

Tiene razón Cristina Kirchner cuando denuncia la diferente vara de medir de los críticos internacionales que, mientras bendicen las intervenciones públicas de los gobiernos europeos y estadounidense, arremeten contra la intervención que realiza el ejecutivo argentino. La diferencia radica en que las primeras consisten en meter dinero en los bancos y la segunda en retirarlo de las instituciones financieras.

Es posible que el Estado argentino no haya dado demasiadas muestras de fiabilidad, pero en buena medida se debe al hecho de haber adoptado la ortodoxia neoliberal. ¿Acaso el corralito no fue la consecuencia de ese absurdo propósito de mantener el peso anclado, contra viento y marea, en el dólar?. De todos modos, la crisis actual está demostrando que por muchos riesgos que se abatan sobre un Estado siempre son menores que los peligros que corren los recursos en las entidades financieras, a no ser que precisamente ese Estado tan denostado acuda en su auxilio.

Los llamados fondos privados de pensiones son uno de los mayores timos que ha ideado el neoliberalismo. El dinero queda cautivo en manos de las entidades financieras, que son las únicas que saben en qué se han invertido las aportaciones de los partícipes. Si es en renta variable, el riesgo puede ser altísimo, y si es en renta fija, la escasa rentabilidad -si es que la hay, que tampoco es seguro- se la comen las comisiones. Durante años se nos ha bombardeado con la teoría de que las pensiones públicas corrían peligro y que era fundamental completarlas con fondos privados. Ahora son estos los que se evaporan ante la mirada atónita de muchos.

La mayor memez se vivió cuando el último Gobierno del PP pactó con los sindicatos de la Función Pública que un porcentaje de la subida anual de los funcionarios fuese a parar a un fondo de pensiones privado. La intención del Gobierno era evidente, propagar la idea de la necesidad de los planes de pensiones. Pero, ¿y la de los sindicatos, que siempre habían estado en contra de ellos?. Se dejaron arrastrar por el mismo error que cuando firmaron el Pacto de Toledo. Un afán de protagonismo y del poder que les concedía manejar estos recursos cautivos, ya que ellos participaban en la gestión y control de los fondos. ¿A cuánto asciende ahora el saldo?.

Aún es peor, si cabe, la idea que ha estado rondando los últimos años y a la que, al parecer, el gobierno de Zapatero no hacía ascos. La de invertir en Bolsa los fondos de reserva de la Seguridad Social. Menos mal que no les ha dado tiempo. Hubiesen sido capaces de jugárselos en Bolsa. Supongo que ahora no habrá nadie que defienda tan peregrina teoría.