Según datos del INE, el índice de precios al consumo del mes de marzo ha descendido dos décimas con respecto al mismo mes del año anterior. Algunos, por inercia de otras épocas, pueden considerar el dato como positivo, ya que aumenta la capacidad de compra de los ciudadanos y, además, nos hace ganar competitividad frente al exterior. Pero, una y otra vez hay que repetir que en materia de precios no caben las afirmaciones absolutas. Todo es relativo. De poco les vale a los trabajadores que los precios desciendan dos décimas si los salarios disminuyen mucho más, y poca competitividad se gana frente al exterior si la inflación de los otros países de la zona euro se encuentra también a niveles muy bajos y si el euro se aprecia, con lo que los precios en euros de los terceros países se reducen aún más.
Desde la constitución de la Unión Monetaria en 1999 hasta 2008, los precios se incrementaron en la Eurozona un 22%, pero en los distintos países miembros siguieron una tendencia desigual. Mientras que en Alemania crecían un 17,42%, en España, Grecia, Irlanda y Portugal lo hicieron en un 34,28%, 35,55%, 35,72% y 30,33%, respectivamente. Es decir, los precios de los productos españoles se encarecieron con respecto a los alemanes en un 17%. En condiciones normales, es decir, si hubiésemos mantenido nuestra moneda, la peseta se habría devaluado, con lo que hubiéramos recobrado la competitividad perdida, pero en la situación actual no es posible.
Los defensores de la Unión Monetaria presentan la deflación interna (es decir, la reducción de salarios y de precios) como alternativa a la imposible devaluación, Pero, paradójicamente, cuando la ven cerca comienzan a asustarse y a considerarla como la situación económica más peligrosa. Es curioso contemplar a Olli Rehn, comisario europeo de Economía, y a los técnicos del FMI preocupados por las bajas tasas de inflación de Europa, tras haber sido artífices cualificados de esa política de austeridad que por fuerza tenía que devenir en la atonía y el estancamiento económico. Como los antiguos magos, inventan una palabra nueva, "desinflación", (deflación buena, dicen) creyendo que así conjuran el peligro.
La historia sin duda es antigua. Tras la Primera Guerra Mundial, Keynes se opuso, aunque con escaso éxito, a que Inglaterra adoptase de nuevo el patrón oro y en general a que el país mantuviese un tipo de cambio fijo. Su argumento principal era que la devaluación interna no funcionaría y que con ella se condenaría a la economía inglesa a un fuerte periodo de estancamiento, como así ocurrió en realidad desde 1925 a 1931.
La actual situación europea vuelve a dar la razón a Keynes. Con libre circulación de capitales, un tipo de cambio fijo resulta imposible de mantener (el sistema monetario europeo lo mostró suficientemente) pero no digamos una unión monetaria. El intento de sustituir la devaluación de la moneda por la deflación interna, amén de producir graves injusticias, suele resultar baldío. Y es que la bajada de precios únicamente puede tener alguna efectividad de cara a recuperar la competitividad en la medida en que el resto de los países no apliquen la misma política.
En nuestro país, después de cinco años de numerosos e ingentes ajustes y de cuantiosos descensos salariales, apenas se ha conseguido nada, el índice de precios al consumo no ha seguido, durante este tiempo, una evolución muy distinta que el de la media de la Unión Europea, y con respecto a Alemania tan solo se ha logrado corregir la quinta parte del diferencial de precios (medido por el deflactor del PIB) acumulado en los primeros años de la Unión Monetaria. En cuanto al nivel de endeudamiento, apenas ha disminuido, tan solo se ha producido un cambio en su composición, trasladándose la carga del sector privado al público.
La aplicación generalizada de la política de la austeridad ha producido un único resultado: colocar a la Eurozona al borde de la deflación -o de la desinflación, si quieren-, pero que condena a las economías, al menos a las del Sur, a una situación crítica en la que consolidar la recuperación parece una misión imposible y en la que el pago de la deuda resulta harto más difícil.
Una vez más, en esta situación resalta el comportamiento extremadamente tibio e insensible del Banco Central Europeo, utilizando claramente dos varas de medir, el máximo rigor cuando la tasa de inflación se desvía del objetivo (2%) hacia arriba, y perezoso e indolente en situaciones como esta, en la que los precios se mueven muy por debajo del nivel fijado como óptimo. Resulta incompresible que estando al borde de la deflación, con el euro apreciándose, la política del BCE sea tan poco decidida y tan alejada de las medidas adoptadas por la Reserva Federal o por los bancos de Japón e Inglaterra. La explicación únicamente puede encontrarse en la dictadura de Alemania y en el fanatismo de ciertos economistas.