La farsa neoliberal

La farsa neoliberal

Editorial Temas de hoy

ÍNDICE


A modo de Introducción



I. Los vencedores no siempre tienen razón



II. Liberales y Revolucionarios


Nacido de la Modernidad


El origen y los límites del poder


El miedo a la democracia



III. La Ciencia Económica como legitimadora del statu quo


No hay que meterse en Política


La "mano invisible" para exculpar a las manos visibles


Los pobres son culpables


Las fábricas de Escocia


Valor o precio: La plusvalía


La desigualdad como Ley Natural


Las clases también existen


 

IV. El Estado Social


El liberalismo traiciona sus principios


Tres revoluciones en una sola


Desde el Estado o contra el Estado


El rapto por la derecha


Las constituciones europeas


 

V. El Neoliberalismo Económico


Viva Keynes, muera Keynes


La nueva derecha


El fin de la Historia


 

VI. La propiedad: ¿Derecho o Expoliación?


La igualdad como meta


Del Liberalismo al Socialismo


Cuidado con el Estado


 

VII. El Dios Mercado


Un mercado inexistente


El rey esclavo. La supremacía del consumidor


Un juego macabro


¿Y por qué lo privado va a ser más eficiente?


Reivindicar la empresa pública


El mito de las privatizaciones


 


VIII. Mercados. Mejor cuanto más grandes


El libre cambio


Los ricos más ricos y los pobres más pobres


El Mercado Unico


La integración de España en la Unión Europea


 

IX. El Mercado de Trabajo


Desempleo neoclásico


Los salarios no son los responsables del paro


Competitivos a costa de los salarios


Reforma del mercado de trabajo


 

X. Mercado sí, pero no para el dinero


Las incertidumbres de toda política monetaria


¿Inflación o paro?


Las contradicciones de un sistema de cambios fijos


La autonomía de los Bancos Centrales


El monopolio de emisión


 

XI. Los Gastos sociales resultan anticuados


No podemos financiarlos


Que se mueran los viejos


Nada de sostener a los vagos


Sanidad solo para los ricos


De la vivienda a la educación


 

XII. Pagar Impuestos


Tributos y Estructura de poder


Carácter redistributivo de los impuestos


El liberalismo económico contra la progresividad fiscal


Doble lenguaje


Reaganismo y Thatcherismo


Reforma fiscal española


Contrarreforma fiscal en España


La fiscalidad y la libre circulación de capitales


 

XIII. Poder económico y democracia


Un dólar, un voto


Sociedad civil o mercantil


¿Prensa libre?


La financiación de los partidos políticos


La olla puede explotar


 


 


A MODO DE INTRODUCCIÓN


Anoche tuve un sueño; más bien, una pesadilla. Los monstruos de mi inconsciente tomaron en un principio la forma de un peculiar coro griego que repetía sin cesar y a grandes voces la palabra "competitividad". Enanos, cuerpos deformes, enormes cabezas, piernas raquíticas. En medio de sus gritos, me arrastraron hasta sentarme delante de una gigantesca pantalla de ordenador que se iluminó y una sola palabra, "competitividad", fue adueñándose de toda la imagen. Después, una frase: "Viva el libre cambio; muera el proteccionismo". A continuación, un inmenso mapa en el que, no sé muy bien cómo, percibía al mimo tiempo todas las naciones. Entre ellas, limitándolas y cerrándolas, murallas y barreras con rótulos en los que se podía leer en diferentes idiomas un único vocablo: "aduanas". Poco a poco, las barrearas se derrumbaron e irrumpieron entonces miles, millones de moscas. Con un zumbido ensordecedor, se trasladaban en todas las direcciones, de unos países a otros. Primero lo hacían lentamente. Después, la aceleración fue tal que resultaba prácticamente imposible seguirlas con la vista; llegado un momento, sólo pude distinguir manchas negras que aparecían y desaparecían. A veces, tapaban por completo un país; pero al poco tiempo lo abandonaban si dejar rastro. Pregunté sobre su significado a la computadora, que me respondió reflejando de forma intermitente en la pantalla la palabra "capital".


De pronto, las imágenes oníricas cambiaron bruscamente. Me encontré inmerso en una zona industrial de cualquier ciudad, de cualquier país. Fábricas y fábricas se alineaban en calles y carreteras. Los enanos continuaban vociferando, pero ahora se habían pertrechado de enormes rotuladores, y con la furia y diligencia de nuevos inquisidores se apresuraban a escribir en las paredes de los edificios la etiqueta maldita: "No competitivo". Como accionadas por un resorte, las puertas se abrían y escupían a la calle ejércitos de parados. Observé que las moscas solían abandonar los edificios poco antes de que los enanos se acercasen a ellos. En raras ocasiones los insectos llegaban a morir en el interior.


El panorama se hacía desolador: fábricas y edificios abandonados, chatarra, máquinas viejas, cementerios industriales. En otros lugares, sin embargo, se levantaban nuevas construcciones y fábricas. Cada una de ellas era muy distinta a la anterior, la tecnología punta permitía la automatización y la drástica reducción del número de trabajadores. Por cada puesto de trabajo creado, se destruían dos. Países enteros eran etiquetados bajo el epígrafe de "no competitivo". Carecían de ventajas comparativas en la división internacional del trabajo. Cualquier producto era generado por otro país a un precio inferior; por ello, se les condenaba al derribo y a la desertización. En otras naciones, eran los campos los que quedaban yermos. El libre comercio y la baja rentabilidad habían acabado con la población rural; la vida se concentraba en gigantescas urbes donde se apiñaban como en colmenas parados y trabajadores.


En todas las ciudades de todos los países miles de altavoces repetían sin descanso las consignas del nuevo sistema:


"Trabajadores, ciudadanos, el problema número uno es el empleo. Necesitamos crear puestos de trabajo. Debemos ser competitivos. Hay que atraer el capital. Es imprescindible reducir los salarios, incentivar a las empresas disminuyendo sus impuestos, eliminar las cargas sociales. Las rentas del capital no deben tributar. Imposible mantener las pensiones, la economía del bienestar ya no es viable, no se puede sostener el seguro de desempleo. Sed responsables, sed solidarios".


En mi sueño vi también a todos los jefes de Estado y de Gobierno reunidos en magna asamblea, aunque en realidad tal convención no presentaba ningún parecido con las que hoy conocemos; se asemejaba más bien al caótico espectáculo de cualquier mercado de valores. Resultaba ser una inmensa subasta donde los representantes de cada país lanzaban al "capital" sus ofertas: "Yo estoy dispuesto a reducir el tipo del impuesto de sociedades". "Yo concederé libertad de amortización". "En mi país las rentas de capital no tributan". "En el mío hemos congelado los salarios". "Ven conmigo y no tendrás que pagar cotizaciones sociales". "Nosotros nos hemos superado, hemos dado a las nuevas empresas vacaciones fiscales". "Nosotros tenemos los tipos de interés más altos de Europa". Y así, cada uno pretendía ser más competitivo que el anterior, en una carrera imparable. A medida que se producían nuevas ofertas, las moscas cambiaban de dirección.


Aunque en el mundo de mi sueño todo transcurría con gran celeridad, pude distinguir fases y momentos diferentes. Al principio existían sindicatos, y los ciudadanos y trabajadores se resistían y combatían: huelgas, manifestaciones, protestas... Los gobiernos supieron actuar con rapidez, desregularon totalmente el mercado laboral -ellos lo llamaban flexibilizar. Los contratos se hicieron temporales, sin ningún derecho. Se concedió a los empresarios la potestad absoluta del despido; leyes de huelga convenientemente elaboradas convirtieron ésta en un derecho puramente formal, pero imposible de practicar; las grandes asociaciones empresariales crearon agencias privadas de colocación a donde los empresarios iban exclusivamente a demandar los escasos puestos de trabajo que se generaban. Los ficheros informáticos funcionaban a la perfección para rechazar a cualquier trabajador que en el pasado hubiese tenido fama de levantisco. La inscripción de "agitador sindical" al lado del nombre era suficiente para cortar cualquier posibilidad de empleo. Los despidos, el miedo, el paro, el hambre, hicieron el resto. Ya no era posible la protesta, sólo la resignación y la supervivencia. Los sindicatos desaparecieron, o se amoldaron a la nueva situación como una pieza más del sistema.


El paro, la marginación y la pobreza se incrementaban a un ritmo galopante. Sólo algunos sectores se salvaban: el financiero y bancario, en el que los papeles -más bien anotaciones en el ordenador- se habían multiplicado exponencialmente. Se compraba y se vendía todo sin saber muy bien cuál era el objeto de la transacción. Faxes y anotaciones en cuenta. Proliferaban cada vez más las empresas de asesoría y consultoría empresariales. Unas empresas asesoraban a otras y, a su vez, éstas tenían por objeto asesorar a unas terceras.


Lo más curioso en todo este mundo onírico es que la producción no disminuía, incluso, en algunas ocasiones y en determinados países, se incrementaba. Se producía más con muchos menos trabajadores. Se producía más, aun cuando hubiese más y sin embargo no era posible mantener las conquistas sociales del pasado. Se producía más y no eran financiables los derechos económicos que en otros años proporcionaban garantías a los ciudadanos. Se producía más y la gente vivía infinitamente peor.


Al principio, fue difícil mantener el nivel de la producción. Fallaba el consumo, la capacidad adquisitiva de la población era menor. Pero pronto el sistema se acomodó, y ya no se producía para las personas, sólo para las empresas. Sólo éstas tenían dinero, sólo éstas tenían capacidad de compra. Subsistía, eso sí, un pequeño sector de bienes de alto standing para las clases acomodadas, y todo lo demás se producía para continuar la producción. Las máquinas, ya plenamente automáticas e informatizadas, producían otras más modernas que en muy poco tiempo habrían de sustituir a las anteriores. Las fábricas servían para construir nuevas fábricas, que dejarían obsoletas y convertidas en chatarra a las que las fabricaron. Las empresas sólo producían inputs para otras empresas que, a su vez, continuaban la cadena. El capital se perpetuaba y se multiplicaba a sí mismo de forma autónoma y sin ninguna relación con la población. Yo, atónito, no sabía qué admirar más, si la velocidad a la que se destruía capital o la velocidad a la que se creaba. En ese proceso, la concentración era cada vez mayor y, a menudo, determinados empresarios o capitalistas eran expulsados del paraíso de la opulencia al aveno de la miseria.


Mi sueño había ido adquiriendo poco a poco un ritmo vertiginoso y un cariz dantesco. De repente, me desperté. Sólo había sido una pesadilla.