Réquiem por la soberanía popular

Réquiem por la soberanía popular

Editorial Temas de hoy

ÍNDICE


Prólogo


Capítulo I


Rousseau y Maquiavelo se encuentran en el Averno y deciden reunirse periódicamente para debatir acerca del mundo actual y analizar, a la luz de sus respectivas doctrinas, los cambios acaecidos en la sociedad. Comienzan tratando el tema de la igualdad. Maquiavelo considera una quimera perseguirla; las diferencias sociales y económicas son deseables y necesarias. Éstas y el afán de poder y de dominación que de ellas se derivan constituyen el motor de todo progreso. Rousseau, por su parte, manifiesta su creencia en que las sociedades sólo pueden basarse en la razón y en el consenso de los que surge la voluntad general, raíz de la democracia.


Capítulo II


Maquiavelo y Rousseau porfían acerca de cuál de las doctrinas que representan ha triunfado en la época moderna. Rousseau acepta que el orden internacional aún se rige por la "ley de la selva", pero que todo resulta distinto en las sociedades desarrolladas y democráticas. La realidad se modificó tan pronto como el sufragio universal apareció en escena. Maquiavelo se ríe de Rousseau y le descubre la identidad del nuevo príncipe: el poder económico. Si éste ha aceptado el sufragio universal es porque no constituye ningún peligro para sus intereses. Al contrario, la democracia como nuevo régimen político, le resulta de gran utilidad, porque le legitima y desautoriza cualquier posible subversión. El poder económico tiene suficientes medios para manipular y vaciar de contenido la soberanía popular, de modo que, preservando tal apariencia, sea sustituida por la soberanía del dinero. Maquiavelo comienza a descubrir a Rousseau los mecanismos que el nuevo príncipe posee para controlar al poder político: sistemas representativos, leyes electorales, bipartidismo, etcétera.


Capítulo III


Maquiavelo intenta demostrar a Rousseau cómo la necesidad de financiación hipoteca las formaciones políticas a las oligarquías económicas. No obstante, se deslizan enseguida en una digresión acerca de la esclavitud y el despotismo. Rousseau niega que un pueblo pueda y tenga derecho a abdicar de la libertad, mientras Maquiavelo le objeta que en realidad los hombres no aprecian demasiado la libertad y la democracia, y están siempre dispuestos a entregárselas a algún déspota a cambio de orden y tranquilidad. La única condición es mantener las apariencias y que puedan decirse a sí mismos que viven en una democracia. Más tarde, ambos pensadores, debaten sobre si el régimen político de los Estados Unidos puede ser calificado de democrático, para retornar, por último, al tema de la financiación de los partidos políticos y de la corrupción política y económica.


Capítulo IV


Rousseau recurre a las instituciones presupuestarias como elementos básicos a la hora de garantizar la soberanía popular, al tiempo que instrumentos eficaces para evitar la corrupción política y económica. Maquiavelo da la vuelta a la argumentación y afirma que no constituyen ningún obstáculo serio para los propósitos del príncipe. Descubre a Rousseau las múltiples triquiñuelas que posee para trucar todas las limitaciones y reglas presupuestarias. La conversación se centra también en el papel de la función pública; mientras que para Rousseau la actuación de la Administración en las sociedades modernas debe ser reglada y objetiva, Maquiavelo considera, por el contrario, que está siempre al servicio del príncipe, quien cuenta con medios más que suficientes para doblegarla y adecuar su funcionamiento a sus intereses y no al bien general.


Capítulo V


Maquiavelo rechaza que la división de poderes sea real y efectiva y, por lo tanto, que la justicia pueda ser independiente. Se burla, asimismo, de la creencia de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley. Existe, según él, una justicia de pobres y otra de ricos. En el fondo, se trata de una justicia orientada únicamente a doblegar a los débiles, porque las clases altas dispondrán siempre de suficientes medios para escapar a su acción. Los delitos económicos serán fácilmente eludibles. Además, los jueces y fiscales estarán sometidos al príncipe, y ¡ay, de aquellos que pretendan enfrentarse a los poderosos!, cambiarán su condición de acusadores a la de acusados.


Capítulo VI


Rousseau afirma que en toda sociedad democrática hay un juez inapelable: la opinión pública, a la que todos los gobiernos tendrán que plegarse, puesto que todos están obligados a legitimarse periódicamente en las urnas. Maquiavelo le responde haciéndole ver que la opinión pública es patrimonio del nuevo príncipe, el poder económico, que la conforma en función de sus conveniencias, puesto que controla, bien directamente o bien a través del poder político, todos los medios de comunicación. No niega que entre éstos, a veces, pueda haber enfrentamientos, pero nunca tan graves que puedan poner en peligro el régimen y todos coincidirán en mantener a cualquier precio los valores y fundamentos del sistema.


Capítulo VII


Rousseau le recuerda a Maquiavelo que toda su estrategia radica en que el poder económico domine al poder político, estrategia que no ha demostrado y que si bien tal tentación se encuentra siempre presente, no es menos verdad que el poder político dispone de medios e instrumentos para controlar al poder económico. Es más, por mucho que un gobierno quisiera y estuviera interesado en adecuar su actuación a favor de los ricos, no podrá hacerlo en una democracia, porque tendrá que presentarse periódicamente a elecciones. A propósito de esta dialéctica entre poder político y económico, ambos autores examinan el papel de las revoluciones, el de los ejércitos -a los que Maquiavelo atribuye un papel central en la elaboración de todas las constituciones-, y en especial el de la ciencia económica; Maquiavelo la considera una nueva religión que legitima el statu quo y sirve de coartada a los políticos para gobernar a favor de los poderosos, pero sin sufrir la sanción popular, ya que siempre argumentarán que sus actuaciones vienen exigidas por las leyes de la economía.


Capítulo VIII


Rousseau comienza admitiendo que gran parte del discurso de Maquiavelo podría tener razón de ser en épocas pasadas, durante la vigencia de los Estados liberales en los que se mantenía el laissez faire y la mano invisible, pero no en los momentos actuales con la configuración de las sociedades como Estados sociales. El Estado social representa un salto cualitativo respecto al liberal, consistente en la subordinación del poder económico al poder político y, por lo tanto, a la soberanía popular. Significa la aceptación del Estado como agente económico. Maquiavelo responde que esa intervención económica del Estado a quien en realidad beneficia es al capital, puesto que hace que el sector público asuma cargas y gastos que, de otra manera, deberían haber corrido a cuenta de las empresas. Incluso la misma protección social en el fondo, lejos de ser un seguro para los trabajadores, lo es para el poder económico. El reconocimiento en todas las constituciones de los derechos sociales y económicos no representa ningún compromiso, pues carecen de exigencia jurídica inmediata. Al final, sin embargo, Maquiavelo termina reconociendo que tal vez se avanzó en ese proceso más de lo conveniente y que el príncipe, el poder económico, está decidido a que se produzca el retroceso. De hecho, la involución ya ha comenzado, hace más o menos veinte años, con esa nueva teoría llamada neoliberalismo económico.


Capítulo IX


Maquiavelo se dispone a desvelar los argumentos disponibles para convencer a los ciudadanos de la necesidad de corregir los excesos y distorsiones que, a su entender, el Estado social ha podido introducir en la situación natural de la sociedad. Aduce la quiebra del Estado del bienestar y cómo, poco a poco, en todos los países se está desmantelando el entramado de los derechos sociales y económicos, sobre todo el pleno empleo, elemento que considera especialmente subversivo y perjudicial para su príncipe. Rousseau juzga imposible que los ciudadanos renuncien de forma pacífica a las conquistas sociales conseguidas tras tantos años de lucha y sacrificio. Los sofismas no lograrán engañarles porque conocieron otras épocas y fueron conscientes de que la equidad no constituye ningún impedimento para la eficacia. Buena parte de este diálogo la dedican también a debatir acerca de los sistemas públicos de pensiones y la pretensión maquiavélica de sustituirlos por fondos privados.


Capítulo X


Maquiavelo centra este diálogo en desvelar las múltiples argucias con las que cuenta para que los sistemas fiscales, bajo la apariencia de progresividad, se configuren de manera que el gravamen recaiga principalmente sobre los trabajadores y las clases medias y bajas, mientras que se libera casi de tributación a las clases altas, al capital y a los empresarios.


Capítulo XI


Maquiavelo hace ver a Rousseau que todos los intentos para conseguir el triunfo de la soberanía popular sobre los poderosos han fracasado estrepitosamente. En unos casos, como en el gobierno de los jacobinos o en los regímenes leninistas, porque se transformaron en dictaduras; en otros, como el Estado social que proclama Rousseau, porque deviene imposible en las nuevas coordenadas. Confiesa que la última estratagema del príncipe es haberse internacionalizado. La economía se ha hecho global. Mientras, el poder político queda cautivo en los Estados nacionales, sin capacidad para controlar al capital. La soberanía no puede ser ya del pueblo sino de los mercados. Rousseau le contesta que la mundialización de la economía tiene mucho de falacia y que no es tal, sino liberalización y renuncia del poder político a controlar al poder económico.


Capítulo XII


Maquiavelo ve en la Unión Europea el experimento más logrado de cara a impedir toda posibilidad de victoria de la soberanía popular. Afirma que su príncipe ha sabido transformar el proyecto de unión política en mera unión mercantil y financiera, y no estará dispuesto a que se avance más en la integración, puesto que ya ha conseguido todo lo que le convenía. Todo nuevo paso será un retroceso para sus intereses. El poder económico se libra así de cualquier control democrático. De nuevo, el Estado quedará reducido exclusivamente a su condición de gendarme. Ve en los nacionalismos y en las privatizaciones, instrumentos adecuados para debilitar al Estado y transferir poder al príncipe.


Capítulo XIII


Maquiavelo se apunta a la teoría del "fin de la historia" y mantiene que su discurso es hegemónico, prácticamente único; hasta los partidos socialdemócratas han asumido sus posiciones. No existe ninguna capacidad de contestación y rebeldía en cuanto que la política se ha transformado en una profesión y en un juego, y las propias organizaciones sindicales están presas de la burocracia y de sus intereses económicos. Tanto Rousseau como Maquiavelo creen que ha llegado el momento de poner fin a sus diálogos y que el paso del tiempo confirme quién de los dos tiene razón.


 


PRÓLOGO


En 1864, Maurice Joly, un abogado de París, publica de forma anónima en Bruselas unos imaginarios diálogos en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu. El libro constituye una crítica mordaz del régimen político de Napoleón III. No resulta extraño, por tanto, que, una vez descubiertos por la policía del Imperio los ejemplares que habían entrado de contrabando en Francia y la identidad del autor, éste fuera detenido y los libros destruidos, perdiéndose todo rastro de la obra hasta mucho tiempo después.


Estos diálogos gozan de una agudeza poco común y, a pesar del tiempo transcurrido, muchos de sus análisis describen a la perfección el funcionamiento de ciertos regímenes, aplicable también a los de nuestros días, que se llaman democráticos sin serlo en realidad. Así se ha llegado a afirmar, y con razón, que gran parte del discurso que realiza el Maquiavelo de Joly podía ser trasladable casi por entero al gobierno del general De Gaulle o al del presidente mexicano Luis Echevarría.


No obstante, por mucha intuición premonitoria que tuviera el crítico de Napoleón III, era imposible que adivinase hasta qué punto se iban a desarrollar y perfeccionar en estos cien años los instrumentos de engaño y seducción política entonces existentes, y cómo habrían de surgir otros nuevos. Sobre todo, resultaba difícil prever la evolución que se iba a producir en el mundo económico y la consiguiente acumulación capitalista, y de qué modo ésta determinaría que el poder se trasladase en gran medida del terreno político al económico.


Es cierto que por la misma época Marx denunciaba ya las condiciones de opresión creadas por las nuevas relaciones de producción y señalaba al poder económico como el auténtico poder. Sin embargo, confiaba en que las contradicciones inherentes al sistema terminarían por derruirlo, algo que evidentemente por ahora está muy lejos de suceder. Los hechos acaecidos desde entonces muestran, en primer lugar, el fracaso de aquellos regímenes que intentaron superar radicalmente los sistemas capitalistas y, en segundo lugar, la metamorfosis sufrida por éstos tratando de adaptarse a las circunstancias cambiantes y ahuyentando, al menos a corto plazo, el peligro de que sus contradicciones les condujesen a la destrucción. El problema consiste, pues, en conocer la verdadera naturaleza de este cambio. ¿Estamos ante un simple planteamiento lampedusiano tendente a modificar lo mínimo necesario para que en el fondo todo continúe igual o, por el contrario, representa una transformación en profundidad en la que el capitalismo se ha ido trufando de socialismo y no ha tenido más remedio que ceder paulatinamente poder a la sociedad?


Nadie puede negar que las condiciones en las que hoy viven los trabajadores, al menos los del primer mundo, son muy distintas de aquéllas de los tiempos de Marx, y que los mecanismos democráticos aparentemente han evolucionado y se han perfeccionado hasta el punto de que la mayoría de los ciudadanos de estos países no dudarían en afirmar con orgullo que viven en una democracia. Y, sin embargo, muchos son los factores que crean dudas e incertidumbres acerca de la verosimilitud de la soberanía popular, y de que el poder, el auténtico poder, no permanezca donde siempre, en el dinero.


El triunfo ideológico del neoliberalismo económico, con la consiguiente liberalización de la economía y la eliminación en todos los países de los controles de cambio, ha permitido que el capital pueda moverse a sus anchas, libre del corsé de los Estados. La concentración económica, las privatizaciones de las empresas públicas y la desregulación de todos los mercados conducen a que las oligarquías económicas y financieras impongan en la práctica sus leyes a los países y a las sociedades.


Lo más grave es que esta situación se admite con total descaro, y como hecho consumado. Así, hace dos años, en Davos, Tietmeier -gobernador del todopoderoso Bundesbank- afirmaba de forma tajante que los gobiernos debían acostumbrarse a que los mercados les impusieran sus exigencias. Y hoy es frecuente encontrarse con declaraciones de políticos, profesionales o empresarios que recurren a los mercados como norma suprema a la que, se quiera o no, hay que someterse. Resulta obvio además que esta referencia a los mercados es tan sólo un eufemismo con el que ocultar el verdadero protagonista: el poder económico. En este escenario, ¿se puede seguir hablando de soberanía popular?


Hay que añadir, además, que la sociedad se ha hecho extraordinariamente compleja y está sujeta en casi todas sus facetas a la intermediación de la prensa, de manera que lo que no aparece en ella no existe, o cuando menos carece de relevancia social. Los medios de comunicación determinan el discurso y conforman las ideas y las creencias sociales. La misma actividad política se encontrará sometida a sus reglas e intereses. Silencian aquello que les interesa, lanzan a la fama a unos políticos y condenan a otros al ostracismo. Presentarán de cada uno la cara que les convenga y podrán deformar la realidad como si de espejos cóncavos se tratase.


Se ha dicho, por ello, y acertadamente, que existe una nueva estructura jerárquica en la que el poder político no ocupa ya el primer puesto, sino un tercero subordinado al poder económico y a la prensa, que se sitúan en el primer y segundo lugar, respectivamente. Aunque lo cierto es que entre estos últimos la delimitación resulta casi imposible. Los medios de comunicación dependen, de una u otra forma, del propio poder económico, por eso seguirán sus dictados al menos en aquellos temas que se consideren imprescindibles para el mantenimiento del sistema. Bajo estos parámetros, la democracia puede devenir un juego formal -mera cáscara ornamental vacía de todo contenido- en el que los políticos se conviertan en títeres del único poder real y efectivo: el económico.


La cuestión no estriba ya, como en el libro de Joly, en que un déspota avispado sepa engañar al pueblo, estableciendo un régimen autocrático bajo la apariencia de un sistema democrático, sino de que en las nuevas coordenadas el régimen democrático deviene imposible. La democracia se transforma en una representación teatral sin influencia cierta en el verdadero ámbito de poder, aquel que se ubica tras las bambalinas. Éste se encuentra fuera del alcance del pueblo, incluso de sus representantes, los políticos. Las decisiones cruciales son tomadas cada vez más por las oligarquías económicas y financieras, al margen de las instituciones democráticas.


Esta nueva perspectiva aconseja, en mi opinión, que en la época actual los dos personajes a enfrentar sean Maquiavelo y Rousseau, en lugar de Maquiavelo y Montesquieu. No es ya la división de poderes o sus necesarios equilibrios lo que está en peligro, sino algo más profundo y de lo que se deriva el resto: la soberanía popular.


Muy pronto se cumplirán cinco siglos de la muerte de Maquiavelo y, no obstante, su nombre perdura como ejemplo de astucia, mala fe e hipocresía en los asuntos públicos. En ese dilema clásico que supone la relación entre ética y política, Maquiavelo personifica la autonomía de la política, con reglas propias e independencia de cualquier atadura o lazo moral. Ha pasado a la historia como defensor en el orden político de todo principio perverso. De sanguinario fue calificado por Shakespeare. No han faltado, sin embargo, autores que vieron en sus doctrinas la simple constatación de las reglas y hábitos que rigen la política. Su papel, según los que opinan de tal modo, habría sido exclusivamente el de notario de la realidad. En este sentido, se insertaría a la cabeza de las corrientes positivas de la ciencia política y como contrapunto a los pensadores que han cultivado sus aspectos normativos. Su obra más conocida, a la vez que más denostada, El príncipe, constituiría una especie de manual para aprendices de gobernantes. Ha habido quien ha ido aun más lejos y ha visto en su labor intelectual una contribución a la democratización del conocimiento político. La comprensión de las reglas por las que se mueve la política habrían sido, hasta su decisiva aportación, un asunto de iniciados, y el mérito del autor de El príncipe habría consistido en divulgar este conocimiento colocándolo al alcance de todos.


Lo cierto es que a Maquiavelo le tocó vivir en un espacio y un tiempo especialmente conflictivos: en la Italia del Renacimiento, motivo de disputa de todas las potencias europeas. Nace en Florencia en 1469, y se le encuentra ya interviniendo en los asuntos públicos de su ciudad en 1498, año en el que se derrumba el régimen despótico de Savonarola. Enseguida es nombrado segundo canciller de la República cargo que ejercerá durante catorce años, periodo de tiempo que aprovecha de forma eficaz no sólo para relacionarse con destacados personajes públicos, sino para acumular una amplia experiencia en los asuntos de gobierno y adquirir un profundo conocimiento sobre las normas y motivaciones por las que se rige la actividad política. En particular, el duque de Romagna, Cesar Borgia, dejará una profunda impronta en él, hasta el punto de adoptarle a menudo como modelo cuando más tarde describa al príncipe ideal. La llegada de los Medici al poder le hace perder el cargo y caer en desgracia, obligándole a abandonar la actividad política de primera fila para retirarse a la escritura y a la labor intelectual. De esta época son casi todos sus libros, muchos de ellos escritos con la nostalgia del pasado y la secreta esperanza de que le ayudasen a retornar a la vida pública.


Rousseau, por su parte, pertenece a una etapa muy posterior. Hijo de la Ilustración, nace en Ginebra en 1712, y desarrolla toda su actividad intelectual en la segunda mitad del siglo XVIII al que pertenece plenamente, aunque es verdad que, en gran medida, este siglo le rechazó. Colaboró con los enciclopedistas, pero difícilmente podría ser encuadrado en este grupo. Sus escritos se proyectan antes bien al futuro, por lo que ha sido considerado como padre e ideólogo de la Revolución Francesa. Vive en el ocaso del Antiguo Régimen al que su filosofía política pretende superar.


Rousseau se plantea el origen del poder y aboga por pasar de una concepción heterónoma a una autónoma, en la que el gobierno no viene impuesto desde el exterior sino que es autogobierno, y en la que los ciudadanos se otorgan sus propias leyes. El contrato social es también el origen de la autoridad, no sólo el de la sociedad. El escritor ginebrino puede ser tenido, en consecuencia, como el profeta de la soberanía popular. De sus principios surge el calificativo de democrático predicado del Estado, que implica la participación de todos los ciudadanos en los asuntos públicos. Al status libertatis del Estado de derecho añade el status activae civitates. Trasciende así el esquema original burgués ligado al sufragio censitario en el que los derechos políticos estaban condicionados a un determinado nivel de propiedad e instrucción. Pero existe aún algo más, porque Rousseau, si bien por la época en la que vivió no pudo conocer las situaciones de opresión social que habrían de surgir de la Revolución Industrial y del capitalismo, poseyó la suficiente perspicacia para intuir el peligro que las desigualdades económicas iban a representar para las libertades y para la verdadera democracia. De ahí que recelase de la propiedad privada, hasta el punto de considerar como causa de todos los males sociales aquel primer acto de cercar y delimitar un terreno.


A la hora, pues, de traer a dialogar imaginariamente a dos personajes históricos acerca de los problemas de la sociedad actual, me ha parecido que Maquiavelo y Rousseau personifican las dos grandes posturas ideológicas –si aún es lícito hablar de tal manera– en las que cabe dividir hoy a la humanidad. En la encrucijada histórica presente, la cuestión fundamental a responder es si la democracia continúa siendo posible. En realidad, el dilema es más hondo, y por ello quizá menos original y más perenne. Se trata de saber si el desarrollo de los últimos acontecimientos aboga por mantener la tesis de que, al margen de movimientos coyunturales transitorios, la humanidad avanza hacia cotas de mayor igualdad y democracia o, por el contrario, si tras una cortina de aparentes cambios subsisten idénticos niveles de opresión, desigualdad e injusticia.


El Maquiavelo de este libro simboliza de algún modo el eterno retorno, la postura lampedusiana, una visión fatalista de la naturaleza humana. La desigualdad está inscrita en lo más profundo del destino de la humanidad. Cambiarán las fuentes del poder y los mecanismos de opresión, pero en ningún caso ésta dejará de existir. El hombre, en último extremo, no desea la libertad ni tiene el menor interés en gobernarse a sí mismo. La democracia es un simple disfraz del que se sirven los poderosos para hacer creer al pueblo que se gobierna de acuerdo con sus dictados y preferencias y en función del bien general, cuando en realidad no es así: siempre gobierna una minoría y en beneficio de unos pocos. En las circunstancias sociales y económicas de hoy en día, el poder se halla concentrado en las oligarquías económicas y financieras. Por eso, el Maquiavelo del Averno no tiene reparo en adoptar y proclamar al poder económico como el príncipe moderno. Es ésa una de sus primeras confidencias a Rousseau. A lo largo de la obra, su discurso irá encaminado a mostrar los mecanismos que están al alcance del nuevo príncipe para que, bajo el embozo de un sistema democrático, se impongan su dominio, normas e intereses. Los políticos serán simples hombres de paja de los auténticos dueños.


El Rousseau de este libro representa la esperanza, la creencia en que el hombre, de forma natural, busca la felicidad, la justicia y la igualdad. El secreto consiste en acertar con las estructuras sociales y con las formas de gobierno. A pesar de las múltiples y continuadas situaciones de tiranía y esclavitud, la humanidad camina hacia estadios cada vez más avanzados de libertad y de equidad. La democracia y el socialismo no son formas conclusas y cerradas en las que los pueblos puedan establecerse pasivamente. Suponen más bien un proceso, una batalla permanente que cada día exige su especial combate y la conquista de cotas más elevadas. No avanzar significa de inmediato retroceder. Este Rousseau que ha contemplado desde el más allá los últimos avatares de la historia humana defiende ante Maquiavelo el salto cualitativo que han experimentado las sociedades -al menos algunas sociedades, las que se engloban en eso que se llama mundo occidental- al pasar de formas de gobierno despóticas a otras democráticas; del imperio de la tradición y la costumbre al influjo de la razón; de la subordinación incondicional a un rey o caudillo a la soberanía popular; de las veleidades de una minoría a la voluntad general. Es consciente del camino que aún queda por recorrer, pero ello no le hace olvidar el camino ya recorrido.


Rousseau considera al Estado social como la última fase, la más perfecta por ahora, en ese proceso histórico, y al neoliberalismo como un retroceso, una moda transitoria y pasajera que no perdurará. Maquiavelo piensa todo lo contrario, lo patológico es el Estado social, mientras que lo que se denomina neoliberalismo económico viene a ser tan sólo la reacción lógica y previsible de los poderes reales ante la existencia de un elemento extraño y antinatural en el cuerpo social.


Resultará comprensible, y por tanto disculpable, que en estos diálogos se hayan empleado numerosas licencias respecto al verdadero pensamiento de ambos escritores. En ningún caso se ha intentado estudiar o analizar lo que históricamente defendieron. En esta obra, Maquiavelo y Rousseau constituyen meros artificios literarios que permiten confrontar dos posiciones radicalmente opuestas sobre los problemas más esenciales y acuciantes del Estado y la sociedad actuales. La pretensión última de este ensayo consiste en poner en cuestión si la democracia y la soberanía popular son todavía posibles. Maquiavelo considera que no; Rousseau espera que sí.